mercoledì 27 maggio 2015

Su nombre era Mía, tenía los ojos grandes y profundos. Su mirada era dulce y melancólica. Con sólo diez años sentía en su corazón un gran vacío. Había perdido a su padre hombre sincero y sin maldad,  demasiado bueno para este mundo. Se había ido hacía pocos meses por culpa de un accidente de tránsito, y su ausencia le dolía.
Desde entonces vivía en una casa grande en las afueras de Buenos Aires, junto a su madre y su abuela materna. Todas las tardes, cuando Mía volvía de la escuela, escuchaba las historias que su abuela le contaba sobre su juventud, relatos llenos de mágia y tanta nostalgia. Su madre trabajaba muchísimo para poder vivir dignamente, para que no le faltara nada a su hija del alma.
Una noche, mientras trataba de recordar la voz de su padre, sintió que en su habitación no estaba sola. No había escuchado ningún ruido extraño pero en el aire se percibía algo difícil de explicar. Lógicamente, pensó que no podía ser y cerró fuerte los ojos para dormirse lo más rápido posible. Cuando lo logró tuvo un sueño, en él su padre le decía que la quería y que no tenía que estar triste. El destino se lo había llevado pero él estaba en paz, porque en vida había sido feliz. Ahora también lo era porque podía seguir amando a su familia y además sabía que tarde o temprano volverían a estar todos juntos. Su padre había renacido, se había convertido en luz, en energía pura, y el amor de su hija le daba fuerzas.
Sólo le preocupaba una cosa: Mía sufría mucho y se sentía sola a pesar del amor que recibía de su madre y su abuela.
Su hija también tenía que renacer para poder seguir adelante: "sólo el amor nos salva", le dijo. "El amor que probamos cuando estamos vivos se va con nosotros cuando abandonamos nuestro cuerpo. Por eso es importante ser felices y sacar el dolor de nuestro corazón, porque cada momento de felicidad acumulado nos va a ayudar, tarde o temprano, a renacer..."
 
Lourdes Kossak

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